lunes, 1 de junio de 2015

Devoradores de Cadáveres


Durante mis alocados años de inocente juventud tuve un período en el que engullía las novelas de Michael Crichton como si fueran roscos. Más literal en lo segundo que en lo primero, llegué a leer prácticamente de todo lo que hizo el autor, desde libros buenos a libros malos, sin olvidar los libros muy malos (y los que no leía, me veía la película). No en vano, Parque Jurásico fue la primera novela no infantil que tengo conciencia haber leído, y aunque en retrospectiva me es imposible no echarme las manos a la cabeza ante muchos de sus descalabros, por aquel entonces la disfrutaba tanto que podía a llegar a leerla varias veces en un mismo mes.

Pero no solo de dinosaurios vivía aquel crío al que su prima solía llevar a la biblioteca para que no diese guerra en casa, y tanto 'Devoradores de Cadáveres' como su adaptación cinematográfica en 'El Guerrero Número 13' están dentro de los otros trabajos de Crichton por los que guardo un fuerte aprecio. Mezcla de antropología ficcional y la saga de Beowulf, el relato del embajador árabe Ahmad ibn Fadlan y su travesía junto a 12 guerreros nórdicos hasta el corazón del norte no tuvo traslación al cine precisamente fácil. 


De hecho el creador de 'Esfera' y su director John McTiernan -que no es precisamente un don nadie- se vieron enfrentados a tantas disputas que milagro fue que saliera una película mínimamente visible. Y aunque el film protagonizado por Antonio Banderas dista de ser una maravilla, está entre mis favoritos de un género nunca suficientemente explotado como es el cine de vikingos.

La idea es tan simple como multiplicar por dos a los '7 Samurais' y cubrirlos de espadas y armaduras, para convertirlos en la única defensa de un poblado en mitad un territorio salvaje cubierto de fiordos, páramos verdes y neblina interminable. 13 guerreros frente a una amenaza hambrienta de carne humana en el implacable campo de guerra darwinista orquestado por Crichton.


Con la fanfarria de Jerry Goldsmith llenando de gloria las escasas frases que salían por sus bocas, la imagen de aquellos guerreros perdiendo la vida -uno tras otro, mientras las brutales huestes de los wendols cargaban sobre una empalizada que se tambaleaba como si fuera el fin del mundo- está entre las mejores definiciones de épica que haya presenciado en el cine. Espectáculo en la arena cinematográfica, en la que los personajes dan su vida para desde la butaca podamos disfrutar mientras se debaten entre la vida yla muerte. 


Pero si tuviera que quedarme con un único pasaje de toda la obra -original y adaptación-, probablemente sea aquel del libro en el que el extranjero en tierra extraña y sus doce compañeros de viaje aguardan en el centro del salón comunal, a sabiendas de que los wendols se arrastran sobre el tejado de ramas secas para caer sobre ellos. Tensión de la que se aferra al cuerpo con garras depredadoras y de la que difícilmente se olvida. 

 

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